Primero se necesita entender que hay dos gentilicios para la gente de Bogotá. Están los cachacos y están los rolos. ¿Pero cuál es la verdadera? ¿Cuál es la diferencia? Antes del 9 de abril habría sido muy fácil escribir acerca de lo que significa ser bogotano. Por un lado estaban los cachacos del café Windsor, las quintas de Chapinero, La Magdalena. El Nogal y La Merced, con sus trajes de paño inglés cortados a la medida, sus elegantes maneras y su ingenioso humor. El resto (el 90 por ciento, los habitantes de las barriadas) sencillamente no existían, salvo que en las acuarelas que pintó Edward Mark sobre los días de mercado, y los cachacos los querían tan invisibles que las casa de las familias bogotanas tenían entrada aparte para el servicio y escalera de servicio para que llegaran a la cocina y al patio de ropas sin cruzarse con los dueños de casa o las visitas.
Pero después del 9 de abril, Bogotá creció tanto y a ella llegó tanta gente de afuera, que eso que llaman “cachaco” es hoy en día en Bogotá una especie exótica. Una minoría étnica. Por ese motivo nunca sobra advertir que una cosa es un cachaco y otra un rolo.
El cachaco es (o era), ante todo, provinciano y excluyente. Le gusta referirse a la gente que no es de Bogotá con la expresión “gente divinamente de tierra caliente”. Muchas veces, creyéndose más inglés o francés que Colombiano y les encanta escarbar en rancias genealogías en busca de ancestros
ilustres.
El bogotano raso, o rolo, en cambio, es una confusa mezcla de andino cundiboyacence con paisa, tolimense, santandereano, valluno y llanero, que sencillamente responde al género “habitante de Bogotá”. Hay que resaltar que Colombia cuenta con 32 departamentos y 6 regiones, lo cual la mezcla de alguien de Bogota con cualquier otra región, departamento o ciudad, lo convierte inmediatamente en un rolo . Un rolo puede ser mono ojiazul o negro. Puede hablar el dialecto “gomelo” siendo de la clase más alta de Bogotá, o el de Ciudad Kennedy hacia el sur.
Claro, como la ciudad es grande y el clima es a veces frío y gris, eso se refleja en nuestra manera de relacionarnos con el prójimo. A ratos se nos salta el mal genio. Pero en esos no nos diferenciamos de un costeño ni de un paisa y mucho menos de un santandereano. Carecemos del don de la hospitalidad que caracteriza a los paisas. No somos tan entradores como los vallunos. Tal vez por eso nos hemos ganado la fama de inaguantables. Pero eso pasa en todas partes. Las habitantes de las ciudades donde se trabaja y genera riqueza, como Milán o Sao Paulo, cargan con la misma mala fama que nosotros los rolos. Para muchos rolos la ciudad tiene un nombre no tan agradable (¿A quién se le habrá ocurrido cambiar el nombre Muisca Bacatá por Bogotá?)y que la ciudad no es París ni es Londres a pesar de las vanas pretensiones e ilusiones que tenían nuestros abuelos cachacos. Pero nos encanta el frío de las madrugadas y del atardecer, el color verde perico que adquieren los cerros de la ciudad en la última media hora de la tarde cuando hace sol.
Y sobre todo, nos encanta Cundinamarca. Casi nadie habla de la belleza del departamento que nos tocó en suerte. No tenemos haciendas cafeteras convertidas en hoteles, como El Eje Cafetero, ni pueblos atiborrados de compradores compulsivos de artesanías y universitarios en plan de rumba, como Boyacá. Pero tenemos la sabana y sus páramos circundantes; el clima medio con sus cafetales de sombrío; bosques de niebla, ríos que bajan hacia el Magdalena, hacia los llanos… sólo nos falta un pico nevado y un par de playas para sentir (no nos haría falta decirlo, no es nuestro estilo) que vivimos en el departamento más hermoso del planeta.
Si quieres conocer más sobre nuestra cultura rola, o la antigua cachaca, busca un excelente recorrido que estará lleno de historia y paisajes.
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